miércoles, 5 de marzo de 2014

Crónica sobre un vicio

Bazuco en el andén[1]



Bazuco en el andén

La escritura es la pluma del cerebro, eso dijo Bachelard, ese poeta que soñó alegremente la palabra. A mí me cuesta escribir. Parece que mi pluma vuela, parece ser que aún no desea aterrizar en mi cerebro. Todavía no consigue decir cosas inteligentes. Sí que es difícil conseguir que las palabras tengan la fuerza de un río tormentoso pero con el caudal de una línea de agua. Sin embargo, ayer salí a la calle y respiré su aire; me sumergí en esa atmósfera de ruido, de silencio, de noche; salí a buscar una historia. La calle estaba llena de palabras. Estaba llena de ideas que esperaban el aliento de alguien que se atreviera a atraparlas. En el fondo pensaba que era difícil construir una historia porque, a veces, mis ojos solo ven una pared enorme de hierro frio. A veces no veo nada. Yo no sabía muy bien qué escribir, pero la verdad es que la noche me llevó a las historias de los que ya no respiran oxígeno pues lo cambiaron por el humo del bazuco.  Apenas la oscuridad cobijó el sol me dirigí a la décima con veintiséis; a la misma esquina que en el día es una heladería y en la noche, debajo de su toldo, es la cama de algún hombre.  Allí estaba sentado uno a quien saludé como si fuera un íntimo amigo… Sus primeras palabras: “Todo bien, regáleme una moneda, pal viaje”.  -¿Para qué?-  Disimulé no haber entendido. Para el buque. Asintió.  Y qué es el buque –pregunté-.  “La pipa parcero, pero,  ¿Sí me va a dar una moneda?”...

Me senté cerca de él, sobre el andén que la lluvia había humedecido. Yo fingía conocer su territorio, sus pasos, sus vicios. Pero no tenía la mínima idea de nada de eso. Acaso, ¿Yo podría saber lo que significa  dormir  en un andén? ¿Sabría qué es una ilusión causada por el bazuco? ¿Sabría qué es la vida cuando se fulmina al cerebro? Aún no lo sé.  No lo quiero saber.  Que cosa tan falsa la de querer ponerse en los zapatos del otro. Nunca se alcanza a conocer la desgracia que cubre a los hombres de la calle… Antes de salir de la casa había pensado en no complicarme. Por un momento quise escribir sobre un vicio mío, o de algún amigo.  “Al fin y al cabo todos somos unos viciosos”, me decía. Pero salir y respirar de cerca el aire impregnado de bazuco, más que sumergirme en un letargo, me llevó a ver que quizá un maldito vicio mío es vivir en una burbujita que a ratos se eleva tanto que pierdo de vista el mundo. Lo digo porque fuera de ella huele a todos esos malos olores que perfumamos día a día. Esos olores que no solo brotan del cuerpo sino también de nuestros actos.  

Bastaba con ver las canillas, los brazos y la cara de Víctor para darse cuenta que su olor ácido y amargo se debía tal vez a la capa oscura que lo poseía, una de un color casi equiparable al de la greda asfáltica. Era como estar hablando con un hijo literal de la calle, como si los parches grises y negros, le hubieran sido heredados por sus genes y en ese momento fueran su cuero.  O tal vez, como si de algún  andén mugriento hubiera emergido este hombre, no hecho de arcilla, ni de tierra, sino concebido  del cemento,  de la greda y de los restos de los excrementos.

-¿Cuántos años tiene? Le pregunté mientras movía su cabeza como si se la quisiera arrancar del cuello y como si sus manos las controlara alguien distinto a él, pues se torcían, casi involuntariamente, arañándose la piel del pecho y la espalda.

-Yo, pues ya no recuerdo. Lo que sí recuerdo es mi nombre completo, Víctor Alfonso Prada Vanegas. Oiga si me va a regalar una moneda. Usted  lo que necesita es hacer una tarea  ¿verdad? (mira mi libreta de apuntes)...  Ah, es como una entrevista. A mí varios pelaos de la UIS me han preguntado cosas, hasta en el TRO me entrevistaron una vez. Algunos fueron muy buenos; unos hasta un mercadito me dieron. Claro que lo que yo quiero es completar para pegarme un carrazo. ¿Cuánto tiene y yo le ayudo con su tarea?...

Víctor salió desde una finca en Chaparral, Tolima a los ocho años. Se montó en una tractomula para nunca más regresar a las montañas del suroccidente colombiano. Su destino las calles de la vorágine de Bogotá. Esas que se tragan a cualquiera que camine despacio. Las mismas donde la pobreza y la violencia decidieron bajarse a esperar un turno para comer o para matar. El chiquillo llevaba poca ropa y mucha hambre, razón  por la que antes de ocho días de estar allí, probó primero la gasolina, pasó al thiner, luego al varsol y se quedó por unos años con el bóxer.

-Al principio no consumía mucho, y por eso pude estar dos años en la casa del padre Javier de Nicoló. Yo me quedaba en los patios de la 12, de la 24, y a veces en la casa del padre. Éramos 22 niños los que estábamos con el padre, en La Florida de Idipron. Luego me mandaron para el Chocó. Allá estuve tres años. Después llegué al Tuparro en Vichada, duré como tres meses. Allá me pusieron a decidir si me quedaba en el con el padre o con la calle. La calle me pareció más grande, casi como una madre.

Mientras Víctor me hablaba observé cómo las personas cambiaban de acera cuando pasaban y nos veían. Un miedo les salía por los ojos. Yo lo vi y casi que lo sentí. Uno de esos miedos domesticados. Tal vez, les parecíamos restos de la sociedad, todos apilados intentando tomar forma humana, tratando de decir algo que nadie escucha, algo que nadie quiere ver, algo que solo lo sienten los hijos de la calle. Quizá lo que esas personas si notaban eran los olores desagradables de los que tampoco se habla. La llovizna levantaba un vapor que era capaz de confundir mi sentido del olfato. En ese instante el olor de la calle era el hedor del hombre sentado a mi lado.

-Cuando salí me metí al Cartucho, le pegué a la mariguana. La mariguana era un relajante, pero ahorita ya no me hace nada. Me gusta porque cambia la motivación de la reacción. Después me puse a comprar la pura, armaba la banana y me la fumaba.

-La banana, ¿qué es eso?

-La banana es el mismo  carro, el mismo coche, pero no tan duro como el bazuco. Lo más bueno son las bananas, porque uno está relajado, es como estar entre trabado y distrabado. Uno pone en la papeletica un poquito de mariguana, después migas de cigarrillo y encima el veneno.

-¿El veneno?

-Sí, el Montoya, el mismo bazuco.

-¿Por qué lo llaman así?

-Porque ya conozco la velocidad. Ya sé cómo el corazón late. Uno con el tiempo ya sabe cuáles son los síntomas de cada cosa. Si uno mete pegante sabe que quita el hambre y lo pone a uno a dormir, en cambio, el bazuco es lo más hijueputa. Lo deja a uno a la plena ñero. La primera vez que armé la pipa lloré del mismo embale. Yo sentía que todo el mundo me miraba, como si me fueran a pegar, veía como sombras, como espíritus. Si miraba algo fijamente y al rato se le cambiaba de lugar. Desaparecía. Pero no es lo mismo con el pistolo el calillo. Esos no aceleran tanto. Relajan, pero no son lo mismo. A mí me gusta más fumar en pipa. Víctor me enseñó la pipa que hizo juiciosamente con un lapicero y con un pedazo de marcador. El primero servía de conducto y la base del marcador era el potecillo en el que se echaba la droga. Me causaba curiosidad la recursividad del aparato. Creí que era de su ingenio, pero no. Me dijo que lo había aprendido hacer en Bogotá.

Víctor acostumbra a comprar el bazuco sobre la calle diecisiete con cuarta, me dijo que una papeleta vale 2000 pesos: “esa es la cuenta que pago para armar el bicho. Son 2.5 gr los que me pasa el jíbaro y son más de 250 gr los que me meto todos los días”.

-El jíbaro es el que tiene la pesada. Con los jíbaros la cosa es seria. O se les paga o uno termina como el Wilman, cortado en pedacitos. Por eso, sea como sea hay que conseguir la plata. A veces estoy de buenas y me encuentro algo en la basura, restos de oro o plata y los vendo.

-¿Qué hace cuando no consigue plata?

-Lo que hay que hacer: Pido y si no me dan me acuesto a dormir, pero ya hace dos semanas que no duermo. Cuando uno mete no duerme. Siempre hay que meter.

Mientras hablaba con Víctor pasaron otros como él. A todos los saludó. A todos los conocía. Ninguno se acercó, excepto un muchacho que cuando lo hizo me señaló un llavero con forma de barquito que destellaba luces azules y rojas. Víctor se paró inquieto y me dijo que se iba en el carro. Dio algunas vueltas, parecía como si fuese un genio de Aladino, envuelto en un nubarrón de humo que apenas le dejaba ver su rostro. Al rato se fue y me dejó con el muchacho.

-Parcero -me dijo moviéndose de un lado para otro, agitado, desesperado por 350 pesos que le hacían falta para la papeleta, -deme 350 por el barquito. Mírelo que está bien bonito. Hágale parcero… ¿Qué le preguntaba al vaguito? (se ríe mientras mira a Víctor cuando se va) Mírelo como despega. ¿Qué escribe?-.

-Algunas cosas de la vida de Víctor.

- ¡Uy! ¡Ñerito deme 2000 pesos y le cuento toda mi vida! Si quiere me estoy hasta tres horas con usted.

-Pailas mi viejo no tengo plata. Le dije.

-¿Cuánto tiene? No importa lo que tenga deme unas monedas y yo le cuento. Sabe escriba ahí: Mi nombre es Juan Carlos Rodríquez, tengo 20 años… ¡Escriba! Mi vida empezó así… Lo primero fue el cigarrillo a los 13 años. Me los fumaba a escondidas. A los 14 años probé la vareta.  Sisas parce, la vareta la compraba con los del parche de la 19. Esa mierda me arrastró, no podía sino pensar en meter. Empecé a robar y después caí en cana por homicidio.

Juan Carlos pareciera luchar con sus movimientos, intentaba armar su pipa, pero no podía, se deseperó:

-¡Hijueputa!, que mierda esta.

-¿No puede armarlo (le pregunto)? ¿Cómo se arma?

-No marica, yo no le voy a enseñar a armar esta mierda.

-No, solo quiero saber cómo se hace para describirlo.

-Ah, pues mire, uno… uno acomoda el lapicero o el palillo de bombombun en este huequito. Lo mete bien cerradito a la pipa, luego acomoda el aluminio encima que es laencarpada. Lo más importante son los huequitos sobre el aluminio. Con esta agujita los hacemos bien bonitos, así chiquiticos para que sea más duro el golpe… Venga, ¿sí me va a dar los 350? Deme esas monedas chino. ¡Hágale, en la buena!.. Listo parcero, le sigo contando. Le dije que caí en cana por matar a un vaguito. Lo maté porque le casqué al hermano. El pirobo me hizo estos lances (me indicó cómo en sus hombros y en su espalda se veían las gruesas cicatrices) y yo lo cogí ytrusqui, me lo llevé por el pecho, aunque yo casi paro las patas; con la puñalada en la espalda el muy perro me mandó al hospital, donde me pusieron tubo a tórax. Después mi mamá me hizo entregar a la tomba. Cuando estuve en la cárcel fue peor, consumía mariguana al soco. Salí y probé las pepas. El Rivotril. Esas pepas lo enlocan a uno. Después probé el bazuco, llevo seis meses metiéndolo y un mes sin dormir.

-¿Y no ha ingresado a algún centro de rehabilitación?

-Sí claro, estuve un mes en Shalom. Me escapé cuando le robe la cartera al pastor. Le robé 600 mil pesos que me sirvieron para metérmelos en menos de dos semanas.

-¿No le gustaría salir de esto, de la adicción?


-¡Qué si me gustaría! Ñero, no me gustaría ¡Me encantaría! Pero dios y el diablo me tienen aquí. Listo parce. Yo me pierdo. Me esfumo, sin letras como dice la canción de Juanes. Deme las moneditas pa’ completar el viaje. Yo le di lo que tenía porque mientras a él le hacían falta 350 pesos para seguir fulminando su cerebro y su vida,  a mí me hacían falta todas estas palabras para una historia. Sin embargo, ahora que escribo esto me doy cuenta que en mi burbuja se vive muy bien. Casi que uno se acostumbra a ser egoísta.  




[1] Por: Edison Quiroga Mateus, Universidad Industrial de Santander. 

1 comentario:

  1. EL texto presenta coherencia y cohesión, puesto que los enunciados hacen referencia a un mismo tema y estos se relacionan entre sí a partir del léxico y la gramática. Por lo tanto hace buen uso de los conectores y se identifica la intención discursiva que corresponde a la crónica.

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