lunes, 12 de febrero de 2024

CRÓNICAS DE UN CAFÉ

      Me gusta frecuentar la panadería del barrio no tanto por la calidad de su café y panes, sino porque afuera del local hay dos mesas de color verde perlado que me facilitan las cosas cuando llevo allí a Preta y a Flora, mis perritas y compañía. Estas mesas en particular tienen debajo de las tapas dos trocitos de lámina doblados en úes, unidos con soldadura a la estructura metálica que las soporta, y que en la mente del soldador tal vez cumplían la función de colgar las bolsas de mercado de la fatigada clientela, que recién llegada de los supermercados aledaños, a sorbo de una Coca-Cola, un masato, una avenita casera o el cotidiano café, podría disponer de la superficie con mayor confort. Sin embargo, en el tiempo que he frecuentado esta panadería, no he visto que una sola bolsa de mercado se bambolee debajo de la mesa. Quizás porque sea preferible ocupar el espacio con las manos ociosas e inquietas que golpear una lata de atún o una panela, macerar la fruta o quebrar los huevos con las ansiosas y neuróticas rodillas. Yo paso uno sobre otro la argolla de los collares en uno de los dos ganchos y pido un café.  A veces la curiosidad marca sus giros y el fracaso de un soldador que puso dos ganchos debajo de las mesas para colgar bolsas de mercado termina siendo un éxito cuando de atar perros se trata, pues estos ganchos son casi perfectos para los collares de los canes. Felicito pues al soldador y a su ingenio, pues sus ganchos para bolsas de mercado son una muestra clara de que en todo fracaso siempre será posible otra lectura.  

 

jueves, 22 de junio de 2023

Noches

Muy lejos finges una idea para fijármela, para que yo siga ahí, creyéndolo todo ingenuamente. Acá la noche me quema más que de costumbre con su maldito silencio y con ese frío que sabe a tu ausencia, a tu muerte, a mi enfermedad. No estábamos preparados para irnos ni teníamos la certeza de poder quedarnos, esperábamos como idiotas las noticias, pero nunca llegaron las que en verdad queríamos. La soledad se fijó a nuestras costumbres y nos fuimos yendo poco a poco, muriéndonos en todo lo que pudimos ser y nunca fuimos. Ahogamos los días en la cama y en ella metimos a otros que hacían lo mismo que hacen todos los que no buscan nada más que perder un poco. Mentimos y mantuvimos por años la misma farsa con la urgencia del mitómano. Urdimos en nosotros mismos todos los rencores posibles y de vez en cuando los dejamos flotar sobre algún recuerdo tenue de alguna noche de amor o sobre el idilio de esa lejana ternura adolescente de los besos en las madrugadas. Dejamos que el tiempo lo destruyera todo, el tiempo que no cura nada; el tiempo que aniquila la esperanza, la fe y todas ganas de vivir. Sabíamos que estábamos destinados al desencuentro y nos buscábamos con un poco de compasión el uno por el otro. Sí, era la compasión la que nos movía, un sentimiento absurdo de solidaridad que no servía para nada más que fastidiarnos desde adentro, sin tener que decirnos nada. Y así, en silencio, nos metimos en la cama sin el cuerpo del otro, fingiendo amar y creyendo en la idea de otros sentimientos más nobles y maduros, pero lo único que ardía era el odio y ese animal triste en que se terminan convirtiendo los hombres cargados de deseos de muerte, de una muerte ajena, desinteresada; de una muerte sin nombre ni historia; de otro amor naciente en el acto de la penetración. 


miércoles, 8 de marzo de 2023

Reflexiones sueltas sobre el conocimiento de la lengua– A modo de reflexión docente


 “Para no hacer de mi ícono pedazos
Para salvarme entre únicos e impares
Para cederme un lugar en su parnaso
Para darme un rinconcito en sus altares
Me vienen a convidar a arrepentirme
Me vienen a convidar a que no pierda
Mi vienen a convidar a indefinirme
Me vienen a convidar a tanta mierda”.


El hablante que no conoce el funcionamiento de su propia lengua está en todo su derecho de ignorarlo, pues su necesidad tiene un sentido estrictamente pragmático; le basta ejecutar el conjunto de formas comunicativas que ha adquirido (y que conoce culturalmente) para desenvolverse dentro del contexto que lo rodea. Así como la persona analfabeta soluciona sus principales problemas para sobrevivir, un hablante logra comunicarse sin tener necesidad de un conocimiento teórico de las reglas que rigen su lengua materna. Entonces, es normal que el “analfabetismo lingüístico” esté extendido en todas las capas sociales y que este no se vea como un agravante de los problemas que nos atañen.

Sin embargo, así como ha sido crucial eliminar el analfabetismo a través de la historia para conseguir la libertad de pensamiento, el aprendizaje consciente de la lengua materna es importante para mejorar las condiciones del pensamiento; o de su materialización (como lo plantea Walter Ong). Por ejemplo, en términos políticos, si la democracia depende en gran medida de las decisiones de sus ciudadanos, la incompetencia de algunos para leer, escribir, comprender e interpretar las circunstancias que rodean la democracia conlleva al deterioro de esta. Por lo tanto, es imprescindible que los ciudadanos reconozcan en la palabra escrita una fuente de conocimiento y de poder.

En ese sentido, quien tiene consciencia de la lengua accede a la interpretación y podría acceder también a la transformación de las leyes. Alguien que pueda redactar sus propias peticiones e interpretar las leyes que lo gobiernan, está más cerca de construir una verdadera democracia. Por esto, sin ir muy lejos, la escritura y la lectura exigen conocimientos, habilidades y actitudes (Cassany, 1995) como pilares de la materialización del pensamiento, y por qué no decirlo; como fundamentos de un ciudadano crítico y propositivo.

En este orden de ideas, resultaría llamativa una educación que privilegie el estudio de la lengua como un instrumento para el fortalecimiento de la identidad. Donde cada uno tenga la capacidad de generar y discutir las ideas con plena conciencia del valor del discurso y no únicamente como el acto inocuo de hablar por hablar, con el único propósito del entretenimiento o, en el caso del contexto académico, del cumplimiento de trabajos y requisitos curriculares carentes de sentido. Ojalá no nos quedáramos favoreciendo unos lineamientos exigidos por burócratas que reparten títulos sin conciencia ética del valor de los saberes, ojalá desde el aula se diera un verdadero reconocimiento a la voz y a la escritura de los educandos como proyección de reflexiones profundas y creativas, ojalá se tomara un poco más en serio a la palabra así fuera para el humor, ojalá en las aulas de clase se despertaran nuevos líderes y no meros sujetos alienados con el sino de la subyugación.

Volviendo atrás, a la persona analfabeta, podría decirse que su “ignorancia lingüística” no le impedirá superar ciertas dificultades para la supervivencia; sin embargo, por supuesto que habrá dificultades de índole lingüístico que lo lleven a recurrir a alguien competente para solucionarlas. Por ejemplo, no es lo mismo escribir un mensaje en WhatssApp o Facebook que completar una solicitud para una institución, poner una tutela, o escribir una tesis. Tampoco es lo mismo leer un comentario que alguien haya escrito en alguna red social que comprender un contrato laboral, interpretar un decreto, o elegir a un político correcto. Es evidente que hay tareas que exigen conocer el idioma para darle uso correcto de acuerdo a las situaciones de comunicación. Si dicho conocimiento no es suficiente, el estado de supeditación y de vulnerabilidad aumenta con relación a quien sí lo tiene. Los códigos de la lectura y de la escritura se revelan a quien los usa constantemente, no como un acto del azar sino como todo un conjunto de disposiciones sicológicas, sociales y culturales que van a la par del conocimiento de la lengua. Entonces, quien estudia, analiza, practica y comprende el funcionamiento de la lengua tiene mayor posibilidad para resolver sus dificultades comunicativas y decisorias, asegurándole, al menos, mayor independencia y libertad que el analfabeto. 

Un primer paso en firme para cerrar esta brecha debería darse en la familia, a partir del diálogo argumentado de las ideas que surgen al interior del hogar, pero es claro que el espíritu actual de la familia no se detiene en el diálogo asertivo o argumentativo. Al contrario, este se ve constantemente permeado de superficialidades y opiniones vagas, características del hombre alienado de la posmodernidad. Así pues, con este vacío lingüístico que se nutre desde el interior del hogar, la educación queda relegada a las empresas educativas. Dentro del hogar se privilegia el ocio, pero no el ocio en los términos que describe Byung-Chul Hang, sino más en la dirección trazada por Vargas Llosa en la Civilización del espectáculo. Es decir, el ocio no es un acto contemplativo sino la consecuencia del aburrimiento abrumador del trabajo. El letargo lingüístico y comunicativo en el interior del hogar es el útero de la ignorancia, el asentamiento de la obediencia y la matriz de la infertilidad intelectual. Las charlas en el comedor pasan a ser escasas, los diálogos limitados al orden de lo cotidiano y de lo trivial. Los espacios comunes se ven interrumpidos por las pantallas que ofrecen una intimidad engañosa, la vida crece de la mano de las tecnologías que facilitan las tareas y empobrecen la reflexión. Los padres y los hijos son seres ajenos que se olvidan del abrazo y de los sentimientos genuinos de solidaridad. La vida al interior del hogar es la preparación para la impostura y el desencanto constante en el mundo exterior. Además, las bibliotecas se cambian por grandes pantallas de alta resolución y sonidos artificiales capaces de generar atmósferas de toda índole que endurecen las mentes al sentido de lo imaginativo. Se habla más del famoso en lista en cuanto el libro agoniza sin un lector capacitado. Surgen hogares llenos de carcomas que ven en el aprendizaje de la lengua una cuestión de protocolos y burocracias, en donde el aprecio por la lengua pierde su valor como un vínculo real del significado de la familia o de la comunidad (palabras en vía de extinción).  Así pues, la responsabilidad de esa formación lingüística queda en manos del sistema educativo que, por sus propósitos comerciales y por su sostenimiento en el mercado, tampoco cumple satisfactoriamente la tarea de formar en el Ser sino el en el Tener.

Todo esto conduce al deterioro de las habilidades comunicativas y a la normalización de una ética fundamentada en el mercado, cuyos fines son el otorgamiento de certificados de grado que permiten a las empresas los suficientes clientes para mantener su lucro y sostenibilidad. En otras palabras, se privilegia el mercado por encima del saber, se da mérito a quien paga más - y a tiempo-  una pensión, que a quien domina las competencias para el desarrollo íntegro de la persona. Ni siquiera, la administración de muchas de esas empresas educativas respalda a los educandos con bibliotecas bien dotadas, tecnología para el rápido acceso a la información, o docentes expertos en el saber y la didáctica.  De este modo, si el primer paso que se da en la familia está lleno de malos aprendizajes, el paso que se da en los escenarios educativos formales resulta más complejo y carente de ética.

 Por una parte, al venir formándose un sujeto en cuyos principios y valores no destaca la comunicación y el sentido de la autocrítica, su interés por el uso correcto o por el conocimiento de la lengua es casi nulo.  No hay reconocimiento de la ignorancia que le atañe, pues cree, ingenuamente, que le basta con la facultad que tiene para hablar y escuchar, o las escasas habilidades para leer y escribir. Al venir formándose un sujeto carente de valores y reflexión al interior del hogar, queda para la educación la tarea de desestructurar y examinar esa axiología familiar para potenciar ideologías autónomas. No obstante, es dudoso que esto se logre, puesto que las empresas educativas, en el fondo, se preocupan más por mantener a sus clientes, para financiarse dentro de una economía capitalista, que por aportar valores propios de una sociedad libre y culta.   Es decir, los educandos quedan “protegidos” por las empresas educativas para que los padres o clientes puedan cumplir con sus obligaciones laborales que les permiten cumplir con los pagos a las empresas. De manera que, una vez más, el círculo vicioso queda reducido al cuidado de los clientes y al otorgamiento de certificados exigidos por la burocracia educativa y el mercado en general.  En términos de Nuccio Ordine, en La utilidad de lo inútil, y tomando vagamente sus ideas, se privilegia el tener por encima del ser; se pone al cliente por encima de las necesidades profundas del educando.

A muy pocos parece importarle el asunto del cuidado de la lengua y de su conocimiento, pues ni siquiera los profesionales de la educación tienen los conocimientos, las habilidades y las actitudes necesarias para la escritura, mucho menos habrá que esperar de sus habilidades para la enseñanza y la pedagogía. Con tal de que la clientela se favorezca y los títulos se otorguen todos parecen ir en el tren celebérrimo de la ignorancia, de la burocracia y del vacío ético.

Además, en el panorama que concierne a las empresas educativas en materia de contratación, los educandos se subordinan, en muchos casos, a docentes “certificados” que propenden más por los fines de las empresas que por mantenerse en coherencia a la tarea pedagógica de la enseñanza y el conocimiento de la lengua. Subyace a todo esto la esclavitud emergente desde la banca, donde la deuda y los créditos obtenidos subyugan al docente que se ve obligado a trabajar para cuidar sus intereses personales, dejándolo a merced del poder de las empresas que le restan valor como maestro, proponiéndole, incluso, denotaciones de significado más cercanas al mercado que a la pedagogía, como, por ejemplo, de academia se pasa al de corporación educativa, de educando al de usuario, o de maestro al de instructor y asesor.

A todo esto, hay que sumar la velocidad del mundo actual y su trasfondo de posmodernidad, donde la superficialidad, la poca consistencia de proyectos a futuro, la frivolidad, el desinterés y el egoísmo son protagonistas.  Queda así relegada a unos pocos la contemplación, la profundización de las ideas, el trabajo cooperativo y el pensamiento crítico.  Parece, pues, que el sistema económico que tenemos condiciona la enseñanza y el aprendizaje de la lengua a un segundo plano, a uno que permite tener el control del conocimiento y acomodarlo, donde el rigor y la sensibilidad frente al saber terminan siendo vistos como tareas aburridas. 

Se busca que las empresas educativas tengan un eslogan pegadizo al oído torpe, bajo preceptos del marketing. Los clientes se dejan caer en las redes de empresas que, incapaces de ver en el conocimiento, en la ética, en el rigor y en el cuidado de los saberes, no aportan bases fundamentales para la democracia. Incluso hay casos donde la propaganda muestra que la función docente se reduce al entretenimiento, a las formas de cuidado y a la instrucción. Entonces, mientras la educación gire en sentido de los productos y de las titulaciones como parte del consumo, habrá que anunciar el ocaso de la pedagogía. Brotará, pues, una cantidad de plagas que algunos perciben como valores y no como enfermedades de la sociedad.

Una vez triunfa la mercadotecnia, el clientelismo, el servilismo, el lucro y la sostenibilidad de la competencia a partir de la mentira, triunfa también la ignorancia, la mediocridad, la burocracia y el consumismo; males propios de una sociedad incapaz de asumir la libertad. Muy poco espacio queda para el conocimiento de la lengua, como propulsor de la autonomía, y muy poco también para el desarrollo de personas capaces de discernir y cuestionar las dinámicas de las empresas que dicen educarlos. Básicamente, y de forma escueta, las empresas educativas garantizan temáticas para llenar currículos inconexos, ponen tareas por montones para evidenciar aprendizajes también inconexos y, por último, ofertan certificados que permiten el acceso de los educandos a niveles “más avanzados” en materia educativa sin saberes bien fundados. Todos se sirven en la misma mesa, todos se nutren de lo mismo y nadie se atreve a proponer el debate por el miedo que crece cuando el poder coquetea cínicamente con arrebatar la posibilidad de su preciado título o fin personal.

Se ve pues que, el sistema económico subordina al sistema educativo y que este, por su parte, no es garante de una educación de calidad que permita el estudio de la lengua o de aprendizajes significativos, pues las tareas, que exigen rigor científico, didáctica y sentido pedagógico, incomodan a ciertos clientes y a algunos trabajadores que, por encima de todo, prefieren cuidar sus intereses particulares. En otros términos, los primeros sienten la necesidad de que su dinero surta efecto en la promoción efectiva de sus hijos y los segundos se ocupan de cuidar su puesto de empleo para poder cumplir obligaciones financieras o pequeño-burguesas. Mientras tanto, el panorama para el educando es una farsa del absurdo que tarde o temprano lo lleva de frente con realidades que no alcanzará a comprender, quedando así aletargado en su indómita ignorancia establecida, cuidada y domesticada por las empresas educativas. Allí donde el saber es visto como un producto se forjan estructuras mentales que favorecen la indiferencia, el egoísmo y la trivialización de la educación.  

En suma, queda claro que si ese segundo paso, dado en las instituciones para la enseñanza, se da en falso, la educación no será más que un producto de consumo de pésima calidad y no un proceso complejo que requiere derribar el vacío ético ya normalizado e institucionalizado. Por ello, yendo al campo relacionado con el conocimiento de la lengua materna, la tarea queda en manos de los maestros y de los padres cuyo espíritu crítico no se ha dejado opacar por un sistema paridor de consumistas. Quizás así la oportunidad de un mundo equitativo, justo y con verdaderos valores no sea una utopía sino una realidad. No en vano queda preguntarnos: ¿cómo fortalecer el conocimiento del lenguaje y de la libertad para contrarrestar las nefastas consecuencias éticas y de convivencia que deja un sistema económico que procura cada vez más la alienación de las personas a favor del mercado?

lunes, 11 de agosto de 2014

Ensoñación I



Los ojos abiertos como se abre el día, felices de amanecer con esperanzas, con la certeza de ver y oler la mañana.

Un viejo piano en mis manos y mi voz en mis sueños moribundos. Todo se amasa en el aire: nace uno en mí, lejos de mí. Un susurro pongo en la oreja naciente para aliviar mis faltas que son las mismas de siempre. 

Nada te digo. Sólo canto mi memoria. Miro el cristal bruñido que imprime un cuadro de la infancia llena de sueños. Estoy frente a ti. Me desdoblo y viajo lejos de aquí. Allá está el otro. Allá lo dejé y hoy lo traigo. 

Te invoco Orfeo, te hago una humilde plegaria: “Dame un canto que me alcance hasta la muerte y lleva esta voz trémula con el aliento de tu lira”… Es verdad. No me alcanzará la voz. No llegará hasta ningún dios. Mejor escucho las bocas de la madrugada, me lleno del murmullo de su fantasía. Me pierdo en uno de sus viajes y no vuelvo.  

Canta vida, canta ahora que puedes. Canta y no me dejes tan solo. Cantan los ojos, esos ojitos que no ven la mancha que crece, con los años, en la córnea de la mente, en la tierra del corazón. 



jueves, 31 de julio de 2014

Uno más, uno menos

                                       
The crying Boy. Bruno Amadio
Una lista gruesa de hombres tengo. Tú eres sólo uno. ¿Creías que te quería? Ya es hora de que  despiertes de esa modorra, porque ya ni tu sexo me complace. Lo tomo sólo porque a veces me recuerdas a los hambrientos y, con ellos, hay que ser caritativa.  Esa es mi religión.

Ahora ya lo sabes: No fue solo Fabio,  también fueron Jhon, Nelson, Javier, Carlos, Jonatan y otros de los que tuve caridad. No te los menciono a todos, pero ten claro que nombres hay de todas las letras. Además, no vale la pena gastar saliva contigo. Suficiente fue la que se me quedó esta noche en la cama, la misma que tú tomaste. No pienses que fue deseo. La verdad sé muy bien el lugar que piso. Yo camino libre y atiendo a mis enfermos, los curo y se van.

Contigo es diferente. Por tanto soñar estás condenado a morir enfermo y yo con enfermos terminales no me acuesto dos veces. Para ti, sí que es difícil que metas en tu cabezota que esa es mi naturaleza, así he sido siempre; incluso cuando te quise.

Ahora, querido, una lista de espera hay que atender. Vete y llévale esas palabras de poeta a alguna que se las coma, yo no creo en eso. Yo nunca te las creí. Siempre me parecías un niño que le pide a su madre, con palabras bonitas, alcanzar un juguete. Eso de la poesía es de niños, de mariposos y de mujeres sentimentales. Yo no creo en eso. Yo deseo muchas cosas y ni tú, ni tus palabras están en la lista. No tienes con qué. ¡No chilles, cobarde!,  al hombre que lo hace nada bueno le espera en un mundo de machos. ¡Vete!, ni siquiera yo que soy mujer me pondría a llorar. Uno más, uno menos, me da igual.

(Por Edison Quiroga Mateus)

sábado, 26 de julio de 2014

No te vayas tan pronto

No te vayas tan pronto

En qué momento la piel se nos hizo oscura, cuándo fue el último día en que nuestros ojos hablaron en silencio. No te vayas. Quédate. No te vayas tan pronto que ya sé de tu partida. No me la menciones. Quédate y apriétame las manitas como antes, como en los días en que yo iba contigo al mercado . En qué momento nuestros pasos se pusieron tan pesados. Ya sé que no te irás aunque un ave mítica te lleve a una copa de las montañas de tu pueblo. Te quedarás en mi memoria. Estarás en lo que soy y lo que seré. Pero no te vayas tan pronto. Antes quiero una de esas arepas de soja y trigo que aun haces en las mañanas; esas mismas de las que yo tanto renegaba cuando mis pasos eran tan decididos. También me gustaría un beso tibio en la mejilla, uno de esos besos que se convierten en abrazo, ese de tus manos que me hace recordar cuando tu vientre era mi casa. Ya sé que te irás, no me lo digas. Mejor cuéntame qué hiciste cuando tenías mi edad. ¿También te enamoraste y te perdiste en la vaga idea del amor? Sí, yo lo sé. Sé que somos seis hermanos que salimos casi como un racimo. Uno tras otro como las horas. Ya lo sé. No me cuentes esa parte, esa es mi memoria. Mejor dime cualquier cosa. Mejor pégame un regaño de esos que me dejaban quietecito cuando estaba en la cocina con mis hermanos, respirando el olor de las fritas y de la aguadepanela... Echa memoria, recuerdas que decías "sálganse de aquí no demuestren tanto el hambre". Yo lo recuerdo.  Era un regaño dulce porque si nos quedamos allí las tortillas desaparecían. Era dulce porque todos teníamos hambre de niños. No te vayas. Antes espera a que te escriba algo en tu memoria. Antes déjame decir que te quiero con la mesura del mal hijo. Porque no me creo bueno. Antes de que te oscurezcas enciéndeme una velita que ilumine lo que me queda de vida. Elvia, mujer, madre yo soy tu hijo. No lo olvides así ya no estemos en casa como antes. 

lunes, 10 de marzo de 2014

Crónica de la primera vez.


El cafeto





Los siete primeros años de mi vida los viví como campesino;   desmatoné potreros, recogí guayabas, encerré a los terneros, prendí el fogón de leña, olí la tierra y me incorporé en la misma como cuando un niño se introduce en ese universo de gotitas brillantes que forman los charcos. Se podría decir que nadé en la selva, pero exagero porque ahora ya no soy niño ni tengo un mundo tan grande.   También me amarré el cuncho a la cintura. No sé si esa palabra siga en uso para designar al recipiente que se usa para la recolección del café. En mi tiempo se trataba de un tarrito de aceite de oliva -que no era de oliva, así era la marca- cortado en la parte superior.
Usted podrá imaginarse bien la tarea de la recolección y hasta encontrarla amena, sin embargo no era mi caso. De pie y no de rodillas -como me correspondía- coger café es todo un arte, pues se necesita bastante destreza para seleccionar el fruto maduro del verde de manera que todo se haga rápidamente y que el recipiente se lene de pepas y no de hojas. Por lo menos así era en las fincas que conocí de pequeño. La prisa que entonces afanaba al obrero era la justa, pues por más bultos que cogiera siempre recibiría el valor de su jornal. Ahora las cosas han cambiado y el tipo de obrero también. 

No hace mucho, en vacaciones,  quise recordar algo de eso que llevo dentro y que poco a poco en la ciudad he ido olvidando; eso  de ser campesino. Un buen amigo me dijo: “Oiga compadre Tinson necesitan gente para coger café en la hacienda, pagan por kilos y hay buena cosecha”… Lo pensé por unas horas y después de hacer algunas reflexiones y cálculos de matemática básica decidí  trabajar una semana recolectando café en la hacienda de los hermanos Ramírez. Pero  mi propósito no era estrictamente vivir la experiencia cerca del campo por unos días. Detrás del deseo estaba la necesidad;  el afán de conseguir unos pesos para pagar aquellas deudas que en ocasiones son como los perros bravos de las fincas por las que tenía que pasar de niño. Entonces tenía que deslizarme con mucho cuidado, bien armado de chamizos y dispuesto a correr, ahora debo conseguir trabajo y armarme con billetes  para que no aparezcan los perros furiosos. 

El lunes es un día en el que, a veces, me invade un sopor infernal que domina mi voluntad en las madrugadas y con el que lucho para no caer en la suntuosa vida de un amo patético que espera todo servido en su cama. ¡No más! Le grité a mi desgraciada voluntad y, ésta, como si fuera una cosa aparte de mí, tal vez otro, como el de Rimbeaud, se sacudió y al fin me dejó saltar y desatarme del placer matutino que cobija a cualquier muchacho universitario en plenas vacaciones. Era necesario, después de haberme sacado la pereza con agua fría, tomar el bus que todos los días parte de San Gil hacia  Mogotes.

A las 6 de la mañana  me dirigía a la hacienda. Tenía que bajarme en un ramal a mano izquierda; unos 700 metros antes de llegar a la ladrillera Versalles, también de los hermanos Ramírez, situada a unos 7 kilómetros de distancia de mi punto de partida. De allí caminaría unos quince minutos hasta llegar a la casa de la finca. Y hablaría con Alexander… Sin embargo, después de viajar asiéndome con fuerza de unos manubrios metálicos a lado y lado de la puerta del bus y expuesto  a la brisa fría de la mañana, olvidé por un momento el lugar en el que debía bajarme. Mejor dicho descendí del bus casi en la ladrillera.

Cuando llegué a mi destino dos perros bien nutridos salieron a darme la bienvenida con ladridos y muecas poco agradables que dejaban ver sus colmillos dispuestos a clavarse en alguna parte de mi cuerpo, sin embargo, gracias a la señora Claudia, estos no me ocasionaron dolencia alguna más que la del estómago por el susto de la recibimiento y por no haber desayunado en casa.  Después, un hombre alto a quien le despuntaba una barba descuidada, unos dientes manchados y con una panza de político me saludó y dio algunas pautas necesarias para entender el asunto.  
-¿Usted si ha cogido café?
-Sí ¡claro! No me rinde mucho porque hace tiempo no lo hago,  pero eso no se olvida.
-Entonces, coja estos costales para cuando vaya llenando, este saco pequeño amárreselo bien al lado del coco para que eche las pepas verdes y tome este garabato pero no lo vaya a perder porque no hay más.
Yo asentí, buscando ofrecer una buena actitud, en seguida le dije:
-¿Don Alexander  y el corte dónde va? ¿Está lejos de aquí?
-No, camine y le digo por dónde arranca. Eso sí le recomiendo que no me deje reguero. Porque estos güevones me van a llenar los cafetales de plagas. Y después cómo me le hago el güevón a don Antonio cuando me pase la cuenta de cobro.   
-No, claro que no.

Terminada la conversación con el administrador de la hacienda, empecé por un surco que no parecía tener buena pinta. Lo primero fueron unas matas pequeñas que apenas tenían algunos frutos maduros, pero el corte mejoraba en cuanto avanzaba. Entre tanto,  escuchaba risas y conversaciones de los otros obreros que como habían empezado antes que yo, y los surcos eran largos, iban ya bien adelantados, por lo que no alcanzaba a ver ningún rostro. Solamente veía como los rayos del sol que alcanzaban a pasar entre las ramas de los árboles se reflejaban en las pequeñas gotas que resbalaban de las hojas y los frutos, mientras mis dedos se esmeraban en seleccionar las pepas rojas lo más rápido posible. Sin embargo, el frío, el hambre y la humedad que desde el principio se hizo notar no me hacían amena la tarea. Aún me preguntaba para qué carajos se utilizaba el gancho que en un extremo estaba asegurado a una cuerda de fique. Yo seleccionaba los granos que desde el siglo XVIII  trajeron  los jesuitas  a Girón y Muzo -según lo describió Caballero y Góngora en 1787-, cuando  a mitad del primer surco sentí aproximarse un obrero, que por lo que había escuchado le decían El Manotas.

En pocos minutos este joven de unos 35 años se adelantó por su tajo sin mayor esfuerzo. Esto me sirvió para darme cuenta de que su sobrenombre se debía, tal vez, a la manera en que este seleccionaba los granos. Aunque contaba con los mismos diez dedos que todo ser humano suele tener, cada uno de estos era dos veces uno mío, su grosor se parecía al de un maestro de construcción. Este tipo agarraba las ramas de café desde su nacimiento y como insinuando arrancarlas de tajo, deslizaba sus manos a toda velocidad hasta las puntas sin hacer la mínima expresión de dolor o incomodidad. Definitivamente me vi incitado a cambiar mi técnica, pues mientras yo cogía pepa por pepa y procuraba no echarle hojas ni frutos verdes al pote del café, El Manotas pelaba los cafetos sin consideración alguna; todo paraba en su recipiente: hojas, granos,  ramas y hasta los bichos no se salvaban de la mano del hombre. Este, después de tener repleto el cuncho sacaba lo que no servía y todo quedaba listo. Quise copiar su técnica pero la cosa no era tan fácil, ya que cada vez que pasaba mis manos por las ramas salía de mi boca un: “mmm, ¡Va la madre con estas pepas!”,  expresión que parecía ser efectiva para contrarrestar el dolor, a causa de alguna astilla o elemento punzante que se clavaba en mis dedos.

 Al medio día llamaron para el almuerzo. Apenas medio jornal y ya me dolían las manos, las tenía ligeramente aruñadas, y mi moral parecía derrumbarse al darme cuenta de que mi rendimiento como recolector era similar al de Carolina, una muchacha de unos 18 años que se había enlistado como obrera. No porque fuera mujer y más joven que yo, no. Sino porque en ella notaba unas delgadas manos blancas incapaces de desnudar los cafetos de su follaje. Su cabello castaño que caía hacía la parte derecha reposaba cómodamente sobre su pecho, marcándose levemente en la parte izquierda el volumen de uno de sus senos. Un blusón rojo parecía reflejarse en sus labios delgados y frescos de tono opaco. Su figura armónica, sin duda alguna, significó para mí un deleite visual y un golpe a mi ego, pues, la jovencita sin tener que prendérsele a las ramas había recolectado más o menos la misma cantidad que yo llevaba.

Sentados todos en cuatro mesas grandes de madera la mayoría comía con bastante apuro, ya que por cada cinco minutos perdidos se dejaba de coger un kilo de café. Yo comía más tranquilo y mirando a la chica imaginaba cómo podía ser su vida. En medio de un mundo de hombres, unas cuantas mujeres, algunos niños y una  sola joven que robaba la atención de los que estábamos allí. Me fijé que  la mayoría de los obreros tenían botas, sombreros, camisas de manga larga y plásticos atados al cuello y que cubrían la espalda. Yo en cambio, llevaba una camiseta de manga corta, un pantalón viejo, unas botas North-stars de cuerina, y la única parte que sentía seca era la que cubría el balde. Yo fui el último en terminar de almorzar. Comí tranquilamente mientras me distraía viendo las bondades de la naturaleza. No me importaba perder algunos pesos. Solo quería tomar las cosas con más calma.

Pero esa tranquilidad duró poco. Una vez que todos estábamos nuevamente en  los cafetales los toc- toc percutivos se escuchaban a prisa, las manotadas de frutos golpeaban los baldes vacíos y cada vez el sonido estridente  se hacía menor.  Cada obrero tenía su ritmo al que acompañaban con chistes y anécdotas de sus vivencias. Mi anécdota apenas empezaba. Me esperaban cuatro días más de humedad, frío, hongos en los pies, picaduras de gusanos, una mordida de un perro, una caída cuesta abajo y el reguero de café. Un puño de El manotas y también, tener que pernoctar esos cuatro días en un cuarto largo oscuro que emanaba los olores de 14 obreros. Solo pensaba que ser obrero es una cosa y campesino otra. Nada me importaba, con tal de ver las bellezas de la naturaleza. Todo lo resistí, todo lo soporté y todo valió la pena cuando los labios rosa de Carolina se juntaron la última noche a los míos.  




Crónica de la navidad


El pesebre movible

Adoration of the Shepherds 1646. Oil on canvas. National Gallery, London, UK Rembrandt: Adoración delos pastores, 1646. Oleo.

Si me preguntan qué recuerdos tengo  de la navidad,  pienso rápidamente en dos cosas; la primera  es  la Canción de navidad  de Silvio Rodríguez,  pieza que me gusta mucho,  y  la otra es haber robado a los ricachones del pueblo cuando era un adolescente.  En ese entonces junto con mi hermano y mi mejor amigo estábamos en boca de todo el mundo, aunque en realidad los únicos que tenían certeza de los autores de las pérdidas  éramos nosotros mismos. De la Canción de navidad  me gustaba  sobretodo esa  primera estrofa:

El fin de año huele a compras, 
enhorabuenas y postales 
con votos de renovación; 
y yo que sé del otro mundo 
que pide vida en los portales, 
me doy a hacer una canción. 
La gente luce estar de acuerdo, 
maravillosamente todo 
parece afín al celebrar. 
Unos festejan sus millones, 
otros la camisita limpia 
y hay quien no sabe qué es brindar […]”

Sin duda yo me identificaba más con el “otro mundo “, con aquellos que festejábamos  la camisita limpia, o la  alegría de echar mano a la ropa usada que los vecinos le regalaban a mi madre.  No importaba si era una camisa talla L en un cuerpo talla XS  o unos zapatos 42 en un pie 37, lo que importaba era cuadrar un poco en esa cultura que  en sus rituales estaba acostumbrada a comprar y estrenar el veinticuatro y el treinta y uno. La situación no era fácil, pero tampoco la veía muy difícil, solo vivía en las condiciones que me correspondía vivir.

Ya le había dicho la otra cosa que recuerdo,  la de los robos.  Bueno, pues por allá en diciembre del 2006, recuerdo que me gustaba mucho un pesebre que había hecho don Héctor, el carpintero del barrio. En su taller se reservó un pequeño cuarto para construir ese mundo fantástico, ese pequeño escenario de marionetas que yo creía escuchar.  Allí había una cajita en la que tocaba echar una moneda de doscientos pesos para que la función empezara. Yo estaba pendiente de la llegada de los visitantes. Tan pronto los veía entrar al taller de  Don Héctor corría de mi casa y me les pegaba para poder ver la función. Claro que no era el único que esperaba esos momentos. Éramos varios, pero él único que tenía una visión diferente era Encho, un pelado que era como un mecánico chiquito. Él armaba y desarmaba lo que encontrara, era muy pilo y yo varias veces estaba ahí, con él,  aprendiendo y ayudando.  La moneda de doscientos pesos caía en la cajita y  don Héctor que siempre tenía  su cigarrillo en la boca y las gafas polvorientas encendía el motor de medio caballo de fuerza. Se hacía la magia, todos los peladitos de la cuadra éramos bobos mirando cómo cada figurita se movía y tomaba vida. Parecía como el cuento de pinocho, solo que en este lugar los muñecos estaban siempre condenados a ser de madera. Se escuchaban las cadenas que pasaban por los piñones que, a su vez, activaban los ejes, las poleas y las bielas. Todo era un sueño. Al mecánico chiquito se le ocurrió que nosotros podíamos armar un pesebre más grande con más luces, con una cascada, con ovejas, con un leñador y con pueblos más parecidos a Belén. Habíamos empezado a soñar con un pesebre en el que se viera cómo  despertaba el día y como se acostaba el sol y también soñábamos con tener una cajita más grande en la que cayeran las monedas de los turistas.

Al año siguiente desde noviembre comenzamos a trabajar en el proyecto. Encho, que era el mayor, el más experimentado  y ya conocía algunas bases de palancas sería el líder. Mi hermano, el más pequeño y yo seríamos los coadyuvantes.  No teníamos un peso. Nada. Sin embargo sabíamos que teníamos  que decorar la casa, para que se viera llamativa. ¿Pero cómo hacerlo sin un bendito peso? Pues el plan consistía en que construiríamos los muñecos en icopor o papel; haríamos también una montaña gigante -con papel reciclado y almidón- que sería atravesada por un río accionado por una motobomba,  y sobre la base de la montaña  estaría Belén, los pastores, los reyes  y demás personajes.  ¿Quién nos apoyaría con nuestra empresa? Nadie. Estábamos convencidos que a nadie le interesaría ayudar con una idea de esas y aún menos  las personas cercanas, porque la mayoría  eran evangélicas que veían tal cosa como idolatría y no como arte.  En vista de la situación buscaríamos las luces navideñas en las madrugadas,  desde la una hasta las dos y media. No se podía en otra hora. No veíamos esto tanto como robar. Era más bien un préstamo. Lo único que concebíamos  era en conseguir como fuera aquello que hiciera falta.

En la casa  de Encho ya sabían que estábamos haciendo un pesebre movible, pues durante varios días me había quedado en las noches fabricando ovejas en papel e icopor, mientras Encho, al estilo de un relojero, acomodaba piñoncitos y motores dentro de los animales.  Éramos como una especie de semidioses echados del Olimpo, a merced de nuestras ideas, de nuestras ganas y de nuestra capacidad de hacer vida.  Pero lo de semidioses se iba cuando nos daba sueño, hambre y sobre todo cuando los chorritos de silicona, con los que pegabamos el icopor, caían sobre los pies descalzos o en las manos delgadas y mugrientas. Eso si nos hacía echar madrazos y maldecir a los dioses, la ventaja era que cuando nosotros trabajábamos ya todos estaban durmiendo y no escuchaban nada. Porque si me hubiesen escuchado un insulto o un madrazo, seguramente tendría que haber soportado la vaciada de doña Angela y hasta el destierro.  Significaba  pasar de semidiós expulsado del Olimpo a hombre puesto de patitas en la calle; era la salida del paraíso, porque esa casa para mí era como el cielo. Así como eran de suculentas las vaciadas de doña Angela eran también sus platos de comida.    

Otros días Encho se quedaba en mi casa, y ahí, era cuando aprovechábamos para salir sin que nadie se diera cuenta. Las madrugadas eran bien frías y nosotros bien soñolientos, pero el sueño  se nos pasaba cuando empezábamos a buscar las instalaciones navideñas más bajitas. La cuestión resultaba bastante sencilla con las  mayas de luces, pues estas colgaban solamente de dos o tres  puntillitas. Con un palo de escoba, al que le habíamos incrustado en diagonal un tornillo en una punta a manera de horqueta, engarzábamos los cables y “va pa abajo” –decíamos-.  Cada mañana se repetía la función.  Al principio solo íbamos Encho y yo.  Nos daba un poco de miedo, pues había que estar bien pendientes. Uno bajaba las extensiones navideñas, mientras el otro vigilaba. Luego de conocer la vuelta, estábamos más confiados. Uno bajaba los cables repleticos de bombillitos y el otro se echaba un  sueñito.  Una vez duré como treinta minutos bajando una sola extensión. Le habían metido puntilla a lo loco. A final de la semana ya teníamos más de la docena de extensiones. La última vez que bajamos una yo me subí a un balcón, había varias cosas allí, un casco, una bicicleta, varios juguetes, un balón. Yo lo único que bajé fueron lo bombillitos de colores mientras cantaba a voz bajita:

Tener no es signo de malvado 
y no tener tampoco es prueba 
de que acompañe la virtud; 
pero el que nace bien parado, 
en procurarse lo que anhela 
no tiene que invertir salud”.

Abajo estaban  Encho y mi hermano. Yo les mandé la extensión y ellos solo me jodían la vida.  –Ole Tinson, tírese rápido que viene gente, o se va a quedar dormido ahí. Nosotros nos abrimos. Usted  mirará cómo  se baja-.  A dos cuadras un grito retumbó en el silencio de esa mañana:  -¡Ladrones! Hijueputas, ustedes son los que están pelando el pueblo. Los voy a matar-. Yo como pude me tiré del balcón y córrale. Encho y mi hermano me habían sacado ventaja e iban cagados de la risa más adelante. Yo en cambio, estaba como frío.  El corazón casi se me salía del pecho. Me di cuenta que esta mierda que estábamos haciendo podía pasarnos de expulsados del  Olimpo a hombres y de hombres a difuntos pecadores.  Y eso era bien grave. Cómo carajos entraríamos a reino de los cielos si la biblia era clara: “Los ladrones no heredarán el reino de los cielos”.  Desheredados  de la única posesión que teníamos.  ¿Sin tierra, ni cielo  para dónde iríamos? Pues para el infierno. Aunque en realidad en el fondo, con temor y todo, sabía que para mí no existía ni lo uno ni lo otro.

Después de esa “purgada” paramos el asunto de las luces, igual, ya teníamos lo necesario para decorar bien bonita la casa. Lo que venía era buscar muñecos de plástico en los pesebres que hacían en las calles de los barrios.  Robamos ovejas como ningún lobo lo hubiera hecho mejor. También conseguimos a los reyes magos y cualquier muñeco que fuese de caucho, pues teníamos que quitarle lo que nos importaba: la cabeza y los brazos, lo demás era fácil de hacer.  Conseguimos los suficientes y comenzó la carnicería. En las noches, ¡A  quitar cabezas y brazos! Mientras que en el día, ¡A ponerle estrellitas del cielo a la casa! Por lo menos la casa iba bien. En efecto, una de las casas más pobres del barrio estalló en rimbombancia. Todo el mundo que pasaba por el frente no dejaba de mirarla. Los turistas hasta fotos se sacaban.  Yo me pregunto si los que ponían los ojos en las luces juzgaban la decoración o se preguntaban cómo nosotros  siendo tan pobres teníamos para comprar tantas extensiones. 

Las preguntas empezaron y a todas nosotros respondíamos lo mismo. “Las compramos con la plata  de la chatarra que vendimos. Además esa plata se recuperará cuando empecemos a cobrar por la entrada al pesebre movible que estamos haciendo”.   Algunos se reían, otros solo se quedaban pesando y otros nos decían “¿No serán ustedes los que están mencionando por la radio, los mismos que se han robado las extensiones de las casas de Ragonetsi?  -Acaso nos han visto,  en vez de joder tanto deberían dejarnos hacer lo que nos gusta, hacer eso que a ustedes a nuestra edad jamás se les habría ocurrido-”.  Seguimos trasnochando, pero entonces, trabajábamos en la construcción de la montaña y los matachos.  La primera fue más fácil de hacer, en cambio, hacer los muñecos nos llevaba mucho tiempo. Al cabo de unos días desesperados cogimos dos palos y destruimos todo lo que habíamos hecho. En parte porque mi madre no soportaba que le sacáramos la harina destinada para las arepas del desayuno y la utilizáramos para cocer el almidón.  También acabamos con todo porque a Encho no lo dejaban  salir como antes por los rumores. En fin, el hecho es que volvimos mierda esa montaña.

Al año siguiente volvimos a empezar. No concluimos nada porque Encho tenía que trabajar en construcción. Sin embargo, el tercer intento ocurrió al tercer año. No podíamos dejar las cosas a  medias y menos  que la gente se burlara de nosotros. Se nos ocurrió que era mejor hacer  funcionar  todo por medio de poleas, ejes y bielas. Como cuando uno pedalea una bicicleta. Mientras una palanca sube la otra baja.  Asimismo, como habíamos estudiado en un colegio técnico,  sabíamos algo de soldadura, algo de estructuras básicas y  Encho sabía bastante de bicicletas, tanto que tenía una que se había hecho de madera.  Esta vez empezamos por el armazón. Es decir desde adentro de la montaña y no sobre la montaña. Como ya trabajábamos invertíamos algo de nuestro dinero en los materiales. Ya teníamos un equipo de soldadura y herramientas. En cierta medida, eso hizo que la gente nos tomara un poco más enserio.  Beto, el hermano mayor  de Encho se nos unió a la causa, también Yadira, la esposa de Beto y hasta don Heliberto, el papá de Encho vino a ayudar. Después de haberlo intentado durante tres años,  y habiendo pasado por caídas, por robos, sustos, y sobretodo por la necesidad, logramos hacer el pesebre movible. Tenía día y noche, música de fondo,  luces, leñadores, ovejas que movían la cabeza y  un río que se desbocaba desde la cima de la montaña de más de metro setenta de altura. Había un pueblo con casitas que dejaban ver entre las puertecillas y ventanas  a gente dentro con luces en las mano o señoras moliendo maíz.  Era más grande que el pesebre  de don Héctor, ocupaba la sala de la casa. Finalmente decoramos la casa y escribimos un letrero al frente que decía: ¡Bienvenidos al pesebre movible!  Mientras tanto yo seguía tarareando el coro de la canción del poeta cubano.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Crónica sobre un vicio

Bazuco en el andén[1]



Bazuco en el andén

La escritura es la pluma del cerebro, eso dijo Bachelard, ese poeta que soñó alegremente la palabra. A mí me cuesta escribir. Parece que mi pluma vuela, parece ser que aún no desea aterrizar en mi cerebro. Todavía no consigue decir cosas inteligentes. Sí que es difícil conseguir que las palabras tengan la fuerza de un río tormentoso pero con el caudal de una línea de agua. Sin embargo, ayer salí a la calle y respiré su aire; me sumergí en esa atmósfera de ruido, de silencio, de noche; salí a buscar una historia. La calle estaba llena de palabras. Estaba llena de ideas que esperaban el aliento de alguien que se atreviera a atraparlas. En el fondo pensaba que era difícil construir una historia porque, a veces, mis ojos solo ven una pared enorme de hierro frio. A veces no veo nada. Yo no sabía muy bien qué escribir, pero la verdad es que la noche me llevó a las historias de los que ya no respiran oxígeno pues lo cambiaron por el humo del bazuco.  Apenas la oscuridad cobijó el sol me dirigí a la décima con veintiséis; a la misma esquina que en el día es una heladería y en la noche, debajo de su toldo, es la cama de algún hombre.  Allí estaba sentado uno a quien saludé como si fuera un íntimo amigo… Sus primeras palabras: “Todo bien, regáleme una moneda, pal viaje”.  -¿Para qué?-  Disimulé no haber entendido. Para el buque. Asintió.  Y qué es el buque –pregunté-.  “La pipa parcero, pero,  ¿Sí me va a dar una moneda?”...

Me senté cerca de él, sobre el andén que la lluvia había humedecido. Yo fingía conocer su territorio, sus pasos, sus vicios. Pero no tenía la mínima idea de nada de eso. Acaso, ¿Yo podría saber lo que significa  dormir  en un andén? ¿Sabría qué es una ilusión causada por el bazuco? ¿Sabría qué es la vida cuando se fulmina al cerebro? Aún no lo sé.  No lo quiero saber.  Que cosa tan falsa la de querer ponerse en los zapatos del otro. Nunca se alcanza a conocer la desgracia que cubre a los hombres de la calle… Antes de salir de la casa había pensado en no complicarme. Por un momento quise escribir sobre un vicio mío, o de algún amigo.  “Al fin y al cabo todos somos unos viciosos”, me decía. Pero salir y respirar de cerca el aire impregnado de bazuco, más que sumergirme en un letargo, me llevó a ver que quizá un maldito vicio mío es vivir en una burbujita que a ratos se eleva tanto que pierdo de vista el mundo. Lo digo porque fuera de ella huele a todos esos malos olores que perfumamos día a día. Esos olores que no solo brotan del cuerpo sino también de nuestros actos.  

Bastaba con ver las canillas, los brazos y la cara de Víctor para darse cuenta que su olor ácido y amargo se debía tal vez a la capa oscura que lo poseía, una de un color casi equiparable al de la greda asfáltica. Era como estar hablando con un hijo literal de la calle, como si los parches grises y negros, le hubieran sido heredados por sus genes y en ese momento fueran su cuero.  O tal vez, como si de algún  andén mugriento hubiera emergido este hombre, no hecho de arcilla, ni de tierra, sino concebido  del cemento,  de la greda y de los restos de los excrementos.

-¿Cuántos años tiene? Le pregunté mientras movía su cabeza como si se la quisiera arrancar del cuello y como si sus manos las controlara alguien distinto a él, pues se torcían, casi involuntariamente, arañándose la piel del pecho y la espalda.

-Yo, pues ya no recuerdo. Lo que sí recuerdo es mi nombre completo, Víctor Alfonso Prada Vanegas. Oiga si me va a regalar una moneda. Usted  lo que necesita es hacer una tarea  ¿verdad? (mira mi libreta de apuntes)...  Ah, es como una entrevista. A mí varios pelaos de la UIS me han preguntado cosas, hasta en el TRO me entrevistaron una vez. Algunos fueron muy buenos; unos hasta un mercadito me dieron. Claro que lo que yo quiero es completar para pegarme un carrazo. ¿Cuánto tiene y yo le ayudo con su tarea?...

Víctor salió desde una finca en Chaparral, Tolima a los ocho años. Se montó en una tractomula para nunca más regresar a las montañas del suroccidente colombiano. Su destino las calles de la vorágine de Bogotá. Esas que se tragan a cualquiera que camine despacio. Las mismas donde la pobreza y la violencia decidieron bajarse a esperar un turno para comer o para matar. El chiquillo llevaba poca ropa y mucha hambre, razón  por la que antes de ocho días de estar allí, probó primero la gasolina, pasó al thiner, luego al varsol y se quedó por unos años con el bóxer.

-Al principio no consumía mucho, y por eso pude estar dos años en la casa del padre Javier de Nicoló. Yo me quedaba en los patios de la 12, de la 24, y a veces en la casa del padre. Éramos 22 niños los que estábamos con el padre, en La Florida de Idipron. Luego me mandaron para el Chocó. Allá estuve tres años. Después llegué al Tuparro en Vichada, duré como tres meses. Allá me pusieron a decidir si me quedaba en el con el padre o con la calle. La calle me pareció más grande, casi como una madre.

Mientras Víctor me hablaba observé cómo las personas cambiaban de acera cuando pasaban y nos veían. Un miedo les salía por los ojos. Yo lo vi y casi que lo sentí. Uno de esos miedos domesticados. Tal vez, les parecíamos restos de la sociedad, todos apilados intentando tomar forma humana, tratando de decir algo que nadie escucha, algo que nadie quiere ver, algo que solo lo sienten los hijos de la calle. Quizá lo que esas personas si notaban eran los olores desagradables de los que tampoco se habla. La llovizna levantaba un vapor que era capaz de confundir mi sentido del olfato. En ese instante el olor de la calle era el hedor del hombre sentado a mi lado.

-Cuando salí me metí al Cartucho, le pegué a la mariguana. La mariguana era un relajante, pero ahorita ya no me hace nada. Me gusta porque cambia la motivación de la reacción. Después me puse a comprar la pura, armaba la banana y me la fumaba.

-La banana, ¿qué es eso?

-La banana es el mismo  carro, el mismo coche, pero no tan duro como el bazuco. Lo más bueno son las bananas, porque uno está relajado, es como estar entre trabado y distrabado. Uno pone en la papeletica un poquito de mariguana, después migas de cigarrillo y encima el veneno.

-¿El veneno?

-Sí, el Montoya, el mismo bazuco.

-¿Por qué lo llaman así?

-Porque ya conozco la velocidad. Ya sé cómo el corazón late. Uno con el tiempo ya sabe cuáles son los síntomas de cada cosa. Si uno mete pegante sabe que quita el hambre y lo pone a uno a dormir, en cambio, el bazuco es lo más hijueputa. Lo deja a uno a la plena ñero. La primera vez que armé la pipa lloré del mismo embale. Yo sentía que todo el mundo me miraba, como si me fueran a pegar, veía como sombras, como espíritus. Si miraba algo fijamente y al rato se le cambiaba de lugar. Desaparecía. Pero no es lo mismo con el pistolo el calillo. Esos no aceleran tanto. Relajan, pero no son lo mismo. A mí me gusta más fumar en pipa. Víctor me enseñó la pipa que hizo juiciosamente con un lapicero y con un pedazo de marcador. El primero servía de conducto y la base del marcador era el potecillo en el que se echaba la droga. Me causaba curiosidad la recursividad del aparato. Creí que era de su ingenio, pero no. Me dijo que lo había aprendido hacer en Bogotá.

Víctor acostumbra a comprar el bazuco sobre la calle diecisiete con cuarta, me dijo que una papeleta vale 2000 pesos: “esa es la cuenta que pago para armar el bicho. Son 2.5 gr los que me pasa el jíbaro y son más de 250 gr los que me meto todos los días”.

-El jíbaro es el que tiene la pesada. Con los jíbaros la cosa es seria. O se les paga o uno termina como el Wilman, cortado en pedacitos. Por eso, sea como sea hay que conseguir la plata. A veces estoy de buenas y me encuentro algo en la basura, restos de oro o plata y los vendo.

-¿Qué hace cuando no consigue plata?

-Lo que hay que hacer: Pido y si no me dan me acuesto a dormir, pero ya hace dos semanas que no duermo. Cuando uno mete no duerme. Siempre hay que meter.

Mientras hablaba con Víctor pasaron otros como él. A todos los saludó. A todos los conocía. Ninguno se acercó, excepto un muchacho que cuando lo hizo me señaló un llavero con forma de barquito que destellaba luces azules y rojas. Víctor se paró inquieto y me dijo que se iba en el carro. Dio algunas vueltas, parecía como si fuese un genio de Aladino, envuelto en un nubarrón de humo que apenas le dejaba ver su rostro. Al rato se fue y me dejó con el muchacho.

-Parcero -me dijo moviéndose de un lado para otro, agitado, desesperado por 350 pesos que le hacían falta para la papeleta, -deme 350 por el barquito. Mírelo que está bien bonito. Hágale parcero… ¿Qué le preguntaba al vaguito? (se ríe mientras mira a Víctor cuando se va) Mírelo como despega. ¿Qué escribe?-.

-Algunas cosas de la vida de Víctor.

- ¡Uy! ¡Ñerito deme 2000 pesos y le cuento toda mi vida! Si quiere me estoy hasta tres horas con usted.

-Pailas mi viejo no tengo plata. Le dije.

-¿Cuánto tiene? No importa lo que tenga deme unas monedas y yo le cuento. Sabe escriba ahí: Mi nombre es Juan Carlos Rodríquez, tengo 20 años… ¡Escriba! Mi vida empezó así… Lo primero fue el cigarrillo a los 13 años. Me los fumaba a escondidas. A los 14 años probé la vareta.  Sisas parce, la vareta la compraba con los del parche de la 19. Esa mierda me arrastró, no podía sino pensar en meter. Empecé a robar y después caí en cana por homicidio.

Juan Carlos pareciera luchar con sus movimientos, intentaba armar su pipa, pero no podía, se deseperó:

-¡Hijueputa!, que mierda esta.

-¿No puede armarlo (le pregunto)? ¿Cómo se arma?

-No marica, yo no le voy a enseñar a armar esta mierda.

-No, solo quiero saber cómo se hace para describirlo.

-Ah, pues mire, uno… uno acomoda el lapicero o el palillo de bombombun en este huequito. Lo mete bien cerradito a la pipa, luego acomoda el aluminio encima que es laencarpada. Lo más importante son los huequitos sobre el aluminio. Con esta agujita los hacemos bien bonitos, así chiquiticos para que sea más duro el golpe… Venga, ¿sí me va a dar los 350? Deme esas monedas chino. ¡Hágale, en la buena!.. Listo parcero, le sigo contando. Le dije que caí en cana por matar a un vaguito. Lo maté porque le casqué al hermano. El pirobo me hizo estos lances (me indicó cómo en sus hombros y en su espalda se veían las gruesas cicatrices) y yo lo cogí ytrusqui, me lo llevé por el pecho, aunque yo casi paro las patas; con la puñalada en la espalda el muy perro me mandó al hospital, donde me pusieron tubo a tórax. Después mi mamá me hizo entregar a la tomba. Cuando estuve en la cárcel fue peor, consumía mariguana al soco. Salí y probé las pepas. El Rivotril. Esas pepas lo enlocan a uno. Después probé el bazuco, llevo seis meses metiéndolo y un mes sin dormir.

-¿Y no ha ingresado a algún centro de rehabilitación?

-Sí claro, estuve un mes en Shalom. Me escapé cuando le robe la cartera al pastor. Le robé 600 mil pesos que me sirvieron para metérmelos en menos de dos semanas.

-¿No le gustaría salir de esto, de la adicción?


-¡Qué si me gustaría! Ñero, no me gustaría ¡Me encantaría! Pero dios y el diablo me tienen aquí. Listo parce. Yo me pierdo. Me esfumo, sin letras como dice la canción de Juanes. Deme las moneditas pa’ completar el viaje. Yo le di lo que tenía porque mientras a él le hacían falta 350 pesos para seguir fulminando su cerebro y su vida,  a mí me hacían falta todas estas palabras para una historia. Sin embargo, ahora que escribo esto me doy cuenta que en mi burbuja se vive muy bien. Casi que uno se acostumbra a ser egoísta.  




[1] Por: Edison Quiroga Mateus, Universidad Industrial de Santander.