lunes, 10 de marzo de 2014

Crónica de la navidad


El pesebre movible

Adoration of the Shepherds 1646. Oil on canvas. National Gallery, London, UK Rembrandt: Adoración delos pastores, 1646. Oleo.

Si me preguntan qué recuerdos tengo  de la navidad,  pienso rápidamente en dos cosas; la primera  es  la Canción de navidad  de Silvio Rodríguez,  pieza que me gusta mucho,  y  la otra es haber robado a los ricachones del pueblo cuando era un adolescente.  En ese entonces junto con mi hermano y mi mejor amigo estábamos en boca de todo el mundo, aunque en realidad los únicos que tenían certeza de los autores de las pérdidas  éramos nosotros mismos. De la Canción de navidad  me gustaba  sobretodo esa  primera estrofa:

El fin de año huele a compras, 
enhorabuenas y postales 
con votos de renovación; 
y yo que sé del otro mundo 
que pide vida en los portales, 
me doy a hacer una canción. 
La gente luce estar de acuerdo, 
maravillosamente todo 
parece afín al celebrar. 
Unos festejan sus millones, 
otros la camisita limpia 
y hay quien no sabe qué es brindar […]”

Sin duda yo me identificaba más con el “otro mundo “, con aquellos que festejábamos  la camisita limpia, o la  alegría de echar mano a la ropa usada que los vecinos le regalaban a mi madre.  No importaba si era una camisa talla L en un cuerpo talla XS  o unos zapatos 42 en un pie 37, lo que importaba era cuadrar un poco en esa cultura que  en sus rituales estaba acostumbrada a comprar y estrenar el veinticuatro y el treinta y uno. La situación no era fácil, pero tampoco la veía muy difícil, solo vivía en las condiciones que me correspondía vivir.

Ya le había dicho la otra cosa que recuerdo,  la de los robos.  Bueno, pues por allá en diciembre del 2006, recuerdo que me gustaba mucho un pesebre que había hecho don Héctor, el carpintero del barrio. En su taller se reservó un pequeño cuarto para construir ese mundo fantástico, ese pequeño escenario de marionetas que yo creía escuchar.  Allí había una cajita en la que tocaba echar una moneda de doscientos pesos para que la función empezara. Yo estaba pendiente de la llegada de los visitantes. Tan pronto los veía entrar al taller de  Don Héctor corría de mi casa y me les pegaba para poder ver la función. Claro que no era el único que esperaba esos momentos. Éramos varios, pero él único que tenía una visión diferente era Encho, un pelado que era como un mecánico chiquito. Él armaba y desarmaba lo que encontrara, era muy pilo y yo varias veces estaba ahí, con él,  aprendiendo y ayudando.  La moneda de doscientos pesos caía en la cajita y  don Héctor que siempre tenía  su cigarrillo en la boca y las gafas polvorientas encendía el motor de medio caballo de fuerza. Se hacía la magia, todos los peladitos de la cuadra éramos bobos mirando cómo cada figurita se movía y tomaba vida. Parecía como el cuento de pinocho, solo que en este lugar los muñecos estaban siempre condenados a ser de madera. Se escuchaban las cadenas que pasaban por los piñones que, a su vez, activaban los ejes, las poleas y las bielas. Todo era un sueño. Al mecánico chiquito se le ocurrió que nosotros podíamos armar un pesebre más grande con más luces, con una cascada, con ovejas, con un leñador y con pueblos más parecidos a Belén. Habíamos empezado a soñar con un pesebre en el que se viera cómo  despertaba el día y como se acostaba el sol y también soñábamos con tener una cajita más grande en la que cayeran las monedas de los turistas.

Al año siguiente desde noviembre comenzamos a trabajar en el proyecto. Encho, que era el mayor, el más experimentado  y ya conocía algunas bases de palancas sería el líder. Mi hermano, el más pequeño y yo seríamos los coadyuvantes.  No teníamos un peso. Nada. Sin embargo sabíamos que teníamos  que decorar la casa, para que se viera llamativa. ¿Pero cómo hacerlo sin un bendito peso? Pues el plan consistía en que construiríamos los muñecos en icopor o papel; haríamos también una montaña gigante -con papel reciclado y almidón- que sería atravesada por un río accionado por una motobomba,  y sobre la base de la montaña  estaría Belén, los pastores, los reyes  y demás personajes.  ¿Quién nos apoyaría con nuestra empresa? Nadie. Estábamos convencidos que a nadie le interesaría ayudar con una idea de esas y aún menos  las personas cercanas, porque la mayoría  eran evangélicas que veían tal cosa como idolatría y no como arte.  En vista de la situación buscaríamos las luces navideñas en las madrugadas,  desde la una hasta las dos y media. No se podía en otra hora. No veíamos esto tanto como robar. Era más bien un préstamo. Lo único que concebíamos  era en conseguir como fuera aquello que hiciera falta.

En la casa  de Encho ya sabían que estábamos haciendo un pesebre movible, pues durante varios días me había quedado en las noches fabricando ovejas en papel e icopor, mientras Encho, al estilo de un relojero, acomodaba piñoncitos y motores dentro de los animales.  Éramos como una especie de semidioses echados del Olimpo, a merced de nuestras ideas, de nuestras ganas y de nuestra capacidad de hacer vida.  Pero lo de semidioses se iba cuando nos daba sueño, hambre y sobre todo cuando los chorritos de silicona, con los que pegabamos el icopor, caían sobre los pies descalzos o en las manos delgadas y mugrientas. Eso si nos hacía echar madrazos y maldecir a los dioses, la ventaja era que cuando nosotros trabajábamos ya todos estaban durmiendo y no escuchaban nada. Porque si me hubiesen escuchado un insulto o un madrazo, seguramente tendría que haber soportado la vaciada de doña Angela y hasta el destierro.  Significaba  pasar de semidiós expulsado del Olimpo a hombre puesto de patitas en la calle; era la salida del paraíso, porque esa casa para mí era como el cielo. Así como eran de suculentas las vaciadas de doña Angela eran también sus platos de comida.    

Otros días Encho se quedaba en mi casa, y ahí, era cuando aprovechábamos para salir sin que nadie se diera cuenta. Las madrugadas eran bien frías y nosotros bien soñolientos, pero el sueño  se nos pasaba cuando empezábamos a buscar las instalaciones navideñas más bajitas. La cuestión resultaba bastante sencilla con las  mayas de luces, pues estas colgaban solamente de dos o tres  puntillitas. Con un palo de escoba, al que le habíamos incrustado en diagonal un tornillo en una punta a manera de horqueta, engarzábamos los cables y “va pa abajo” –decíamos-.  Cada mañana se repetía la función.  Al principio solo íbamos Encho y yo.  Nos daba un poco de miedo, pues había que estar bien pendientes. Uno bajaba las extensiones navideñas, mientras el otro vigilaba. Luego de conocer la vuelta, estábamos más confiados. Uno bajaba los cables repleticos de bombillitos y el otro se echaba un  sueñito.  Una vez duré como treinta minutos bajando una sola extensión. Le habían metido puntilla a lo loco. A final de la semana ya teníamos más de la docena de extensiones. La última vez que bajamos una yo me subí a un balcón, había varias cosas allí, un casco, una bicicleta, varios juguetes, un balón. Yo lo único que bajé fueron lo bombillitos de colores mientras cantaba a voz bajita:

Tener no es signo de malvado 
y no tener tampoco es prueba 
de que acompañe la virtud; 
pero el que nace bien parado, 
en procurarse lo que anhela 
no tiene que invertir salud”.

Abajo estaban  Encho y mi hermano. Yo les mandé la extensión y ellos solo me jodían la vida.  –Ole Tinson, tírese rápido que viene gente, o se va a quedar dormido ahí. Nosotros nos abrimos. Usted  mirará cómo  se baja-.  A dos cuadras un grito retumbó en el silencio de esa mañana:  -¡Ladrones! Hijueputas, ustedes son los que están pelando el pueblo. Los voy a matar-. Yo como pude me tiré del balcón y córrale. Encho y mi hermano me habían sacado ventaja e iban cagados de la risa más adelante. Yo en cambio, estaba como frío.  El corazón casi se me salía del pecho. Me di cuenta que esta mierda que estábamos haciendo podía pasarnos de expulsados del  Olimpo a hombres y de hombres a difuntos pecadores.  Y eso era bien grave. Cómo carajos entraríamos a reino de los cielos si la biblia era clara: “Los ladrones no heredarán el reino de los cielos”.  Desheredados  de la única posesión que teníamos.  ¿Sin tierra, ni cielo  para dónde iríamos? Pues para el infierno. Aunque en realidad en el fondo, con temor y todo, sabía que para mí no existía ni lo uno ni lo otro.

Después de esa “purgada” paramos el asunto de las luces, igual, ya teníamos lo necesario para decorar bien bonita la casa. Lo que venía era buscar muñecos de plástico en los pesebres que hacían en las calles de los barrios.  Robamos ovejas como ningún lobo lo hubiera hecho mejor. También conseguimos a los reyes magos y cualquier muñeco que fuese de caucho, pues teníamos que quitarle lo que nos importaba: la cabeza y los brazos, lo demás era fácil de hacer.  Conseguimos los suficientes y comenzó la carnicería. En las noches, ¡A  quitar cabezas y brazos! Mientras que en el día, ¡A ponerle estrellitas del cielo a la casa! Por lo menos la casa iba bien. En efecto, una de las casas más pobres del barrio estalló en rimbombancia. Todo el mundo que pasaba por el frente no dejaba de mirarla. Los turistas hasta fotos se sacaban.  Yo me pregunto si los que ponían los ojos en las luces juzgaban la decoración o se preguntaban cómo nosotros  siendo tan pobres teníamos para comprar tantas extensiones. 

Las preguntas empezaron y a todas nosotros respondíamos lo mismo. “Las compramos con la plata  de la chatarra que vendimos. Además esa plata se recuperará cuando empecemos a cobrar por la entrada al pesebre movible que estamos haciendo”.   Algunos se reían, otros solo se quedaban pesando y otros nos decían “¿No serán ustedes los que están mencionando por la radio, los mismos que se han robado las extensiones de las casas de Ragonetsi?  -Acaso nos han visto,  en vez de joder tanto deberían dejarnos hacer lo que nos gusta, hacer eso que a ustedes a nuestra edad jamás se les habría ocurrido-”.  Seguimos trasnochando, pero entonces, trabajábamos en la construcción de la montaña y los matachos.  La primera fue más fácil de hacer, en cambio, hacer los muñecos nos llevaba mucho tiempo. Al cabo de unos días desesperados cogimos dos palos y destruimos todo lo que habíamos hecho. En parte porque mi madre no soportaba que le sacáramos la harina destinada para las arepas del desayuno y la utilizáramos para cocer el almidón.  También acabamos con todo porque a Encho no lo dejaban  salir como antes por los rumores. En fin, el hecho es que volvimos mierda esa montaña.

Al año siguiente volvimos a empezar. No concluimos nada porque Encho tenía que trabajar en construcción. Sin embargo, el tercer intento ocurrió al tercer año. No podíamos dejar las cosas a  medias y menos  que la gente se burlara de nosotros. Se nos ocurrió que era mejor hacer  funcionar  todo por medio de poleas, ejes y bielas. Como cuando uno pedalea una bicicleta. Mientras una palanca sube la otra baja.  Asimismo, como habíamos estudiado en un colegio técnico,  sabíamos algo de soldadura, algo de estructuras básicas y  Encho sabía bastante de bicicletas, tanto que tenía una que se había hecho de madera.  Esta vez empezamos por el armazón. Es decir desde adentro de la montaña y no sobre la montaña. Como ya trabajábamos invertíamos algo de nuestro dinero en los materiales. Ya teníamos un equipo de soldadura y herramientas. En cierta medida, eso hizo que la gente nos tomara un poco más enserio.  Beto, el hermano mayor  de Encho se nos unió a la causa, también Yadira, la esposa de Beto y hasta don Heliberto, el papá de Encho vino a ayudar. Después de haberlo intentado durante tres años,  y habiendo pasado por caídas, por robos, sustos, y sobretodo por la necesidad, logramos hacer el pesebre movible. Tenía día y noche, música de fondo,  luces, leñadores, ovejas que movían la cabeza y  un río que se desbocaba desde la cima de la montaña de más de metro setenta de altura. Había un pueblo con casitas que dejaban ver entre las puertecillas y ventanas  a gente dentro con luces en las mano o señoras moliendo maíz.  Era más grande que el pesebre  de don Héctor, ocupaba la sala de la casa. Finalmente decoramos la casa y escribimos un letrero al frente que decía: ¡Bienvenidos al pesebre movible!  Mientras tanto yo seguía tarareando el coro de la canción del poeta cubano.

2 comentarios:

  1. Muy bien Edison. Le confieso a usted que no soy el más calificado para evaluarlo. Sus escritos son muy buenos, como los de un escritor profesional, ¿me entiende? Si hay errores o fallas de algún tipo, ya sean semánticas o sintácticas o de cualquier otro tipo, me temo que no estoy en la capacidad para detectarlas. Pero sí puedo elogiarlas, aunque tampoco soy bueno en eso; en fin, lo felicito. Excelente crónica.

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  2. muy buena descripción de los espacios, y las situaciones, sin duda alguna como trata de expresarlo "El cura" tienes bastante destreza en la producción de este tipo de textos; este texto al igual que los otros, presenta coherencia y cohesión, puesto que los enunciados hacen referencia a un mismo tema y estos se relacionan entre sí a partir del léxico y la gramática. Una vez más, felicitaciones.

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