El pesebre movible
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Adoration of the Shepherds 1646. Oil on canvas. National Gallery, London, UK Rembrandt: Adoración delos pastores, 1646. Oleo. |
Si me preguntan qué recuerdos tengo de la navidad, pienso rápidamente en dos cosas; la primera es la Canción de navidad de Silvio Rodríguez, pieza que me gusta mucho, y la
otra es haber robado a los ricachones del pueblo cuando era un adolescente. En ese entonces junto con mi hermano y mi
mejor amigo estábamos en boca de todo el mundo, aunque en realidad los únicos
que tenían certeza de los autores de las pérdidas
éramos nosotros mismos. De la Canción
de navidad me gustaba sobretodo
esa primera estrofa:
“El fin de año huele a
compras,
enhorabuenas y postales
con votos de renovación;
y yo que sé del otro mundo
que pide vida en los portales,
me doy a hacer una canción.
La gente luce estar de acuerdo,
maravillosamente todo
parece afín al celebrar.
Unos festejan sus millones,
otros la camisita limpia
y hay quien no sabe qué es brindar […]”
enhorabuenas y postales
con votos de renovación;
y yo que sé del otro mundo
que pide vida en los portales,
me doy a hacer una canción.
La gente luce estar de acuerdo,
maravillosamente todo
parece afín al celebrar.
Unos festejan sus millones,
otros la camisita limpia
y hay quien no sabe qué es brindar […]”
Sin duda yo me identificaba más con el
“otro mundo “, con aquellos que festejábamos la camisita limpia, o la alegría de echar mano a la ropa usada que los
vecinos le regalaban a mi madre. No
importaba si era una camisa talla L en un cuerpo talla XS o unos zapatos 42 en un pie 37, lo que
importaba era cuadrar un poco en esa cultura que en sus rituales estaba acostumbrada a comprar
y estrenar el veinticuatro y el treinta y uno. La situación no era fácil, pero
tampoco la veía muy difícil, solo vivía en las condiciones que me correspondía
vivir.
Ya le había dicho la otra cosa que
recuerdo, la de los robos. Bueno, pues por allá en diciembre del 2006, recuerdo
que me gustaba mucho un pesebre que había hecho don Héctor, el carpintero del
barrio. En su taller se reservó un pequeño cuarto para construir ese mundo
fantástico, ese pequeño escenario de marionetas que yo creía escuchar. Allí había una cajita en la que tocaba echar una
moneda de doscientos pesos para que la función empezara. Yo estaba pendiente de
la llegada de los visitantes. Tan pronto los veía entrar al taller de Don Héctor corría de mi casa y me les pegaba
para poder ver la función. Claro que no era el único que esperaba esos
momentos. Éramos varios, pero él único que tenía una visión diferente era
Encho, un pelado que era como un mecánico chiquito. Él armaba y desarmaba lo
que encontrara, era muy pilo y yo varias veces estaba ahí, con él, aprendiendo y
ayudando. La moneda de doscientos pesos
caía en la cajita y don Héctor que siempre
tenía su cigarrillo en la boca y las
gafas polvorientas encendía el motor de medio caballo de fuerza. Se hacía la magia,
todos los peladitos de la cuadra éramos bobos mirando cómo cada figurita se
movía y tomaba vida. Parecía como el cuento de pinocho, solo que en este lugar
los muñecos estaban siempre condenados a ser de madera. Se escuchaban las
cadenas que pasaban por los piñones que, a su vez, activaban los ejes, las poleas y las
bielas. Todo era un sueño. Al mecánico chiquito se le ocurrió que
nosotros podíamos armar un pesebre más grande con más luces, con una cascada,
con ovejas, con un leñador y con pueblos más parecidos a Belén. Habíamos
empezado a soñar con un pesebre en el que se viera cómo despertaba el día y como se acostaba el sol y
también soñábamos con tener una cajita más grande en la que cayeran las monedas de los turistas.
Al año siguiente desde noviembre
comenzamos a trabajar en el proyecto. Encho, que era el mayor, el más
experimentado y ya conocía algunas bases
de palancas sería el líder. Mi hermano, el más pequeño y yo seríamos los coadyuvantes. No teníamos un peso. Nada. Sin embargo
sabíamos que teníamos que decorar la
casa, para que se viera llamativa. ¿Pero cómo hacerlo sin un bendito peso? Pues
el plan consistía en que construiríamos los muñecos en icopor o papel; haríamos
también una montaña gigante -con papel reciclado y almidón- que sería
atravesada por un río accionado por una motobomba, y sobre la base de la montaña estaría Belén, los pastores, los reyes y demás personajes. ¿Quién nos apoyaría con nuestra empresa?
Nadie. Estábamos convencidos que a nadie le interesaría ayudar con una idea de
esas y aún menos las personas cercanas,
porque la mayoría eran evangélicas que
veían tal cosa como idolatría y no como arte.
En vista de la situación buscaríamos las luces navideñas en las
madrugadas, desde la una hasta las dos y media. No se podía en otra hora. No veíamos esto tanto como robar. Era más bien un préstamo. Lo único
que concebíamos era en conseguir como
fuera aquello que hiciera falta.
En la casa de Encho ya sabían que estábamos haciendo un
pesebre movible, pues durante varios días me había quedado en las noches fabricando
ovejas en papel e icopor, mientras Encho, al estilo de un relojero, acomodaba
piñoncitos y motores dentro de los animales. Éramos como una especie de semidioses echados
del Olimpo, a merced de nuestras ideas, de nuestras ganas y de nuestra
capacidad de hacer vida. Pero lo de
semidioses se iba cuando nos daba sueño, hambre y sobre todo cuando los
chorritos de silicona, con los que pegabamos el icopor, caían sobre los pies descalzos o en las manos delgadas y
mugrientas. Eso si nos hacía echar madrazos y maldecir a los dioses, la ventaja
era que cuando nosotros trabajábamos ya todos estaban durmiendo y no escuchaban
nada. Porque si me hubiesen escuchado un insulto o un madrazo, seguramente tendría
que haber soportado la vaciada de doña Angela y hasta el destierro. Significaba pasar de semidiós expulsado del Olimpo a
hombre puesto de patitas en la calle; era la salida del paraíso, porque esa
casa para mí era como el cielo. Así como eran de suculentas las vaciadas de doña
Angela eran también sus platos de comida.
Otros días Encho se quedaba en mi
casa, y ahí, era cuando aprovechábamos para salir sin que nadie se diera
cuenta. Las madrugadas eran bien frías y nosotros bien soñolientos, pero el
sueño se nos pasaba cuando empezábamos a
buscar las instalaciones navideñas más bajitas. La cuestión resultaba bastante
sencilla con las mayas de luces, pues
estas colgaban solamente de dos o tres puntillitas. Con un palo de escoba, al que le
habíamos incrustado en diagonal un tornillo en una punta a manera de horqueta, engarzábamos los cables y “va pa abajo” –decíamos-. Cada mañana se repetía la función. Al principio solo íbamos Encho y yo. Nos daba un poco de miedo, pues había que
estar bien pendientes. Uno bajaba las extensiones navideñas, mientras el otro
vigilaba. Luego de conocer la vuelta, estábamos más confiados. Uno bajaba los
cables repleticos de bombillitos y el otro se echaba un sueñito.
Una vez duré como treinta minutos bajando una sola extensión. Le habían
metido puntilla a lo loco. A final de la semana ya teníamos más de la docena de
extensiones. La última vez que bajamos una yo me subí a un balcón, había varias
cosas allí, un casco, una bicicleta, varios juguetes, un balón. Yo lo único que
bajé fueron lo bombillitos de colores mientras cantaba a voz bajita:
“Tener no es signo de
malvado
y no tener tampoco es prueba
de que acompañe la virtud;
pero el que nace bien parado,
en procurarse lo que anhela
no tiene que invertir salud”.
y no tener tampoco es prueba
de que acompañe la virtud;
pero el que nace bien parado,
en procurarse lo que anhela
no tiene que invertir salud”.
Abajo estaban Encho y mi hermano. Yo les mandé la extensión
y ellos solo me jodían la vida. –Ole
Tinson, tírese rápido que viene gente, o se va a quedar dormido ahí. Nosotros
nos abrimos. Usted mirará cómo se baja-.
A dos cuadras un grito retumbó en el silencio de esa mañana: -¡Ladrones! Hijueputas, ustedes son los que están
pelando el pueblo. Los voy a matar-. Yo como pude me tiré del balcón y córrale.
Encho y mi hermano me habían sacado ventaja e iban cagados de la risa más
adelante. Yo en cambio, estaba como frío. El corazón casi se me salía del pecho. Me di
cuenta que esta mierda que estábamos haciendo podía pasarnos de expulsados del Olimpo a hombres y de hombres a difuntos
pecadores. Y eso era bien grave. Cómo
carajos entraríamos a reino de los cielos si la biblia era clara: “Los ladrones
no heredarán el reino de los cielos”.
Desheredados de la única posesión
que teníamos. ¿Sin tierra, ni cielo para dónde iríamos? Pues para el infierno. Aunque
en realidad en el fondo, con temor y todo, sabía que para mí no existía ni lo
uno ni lo otro.
Después de esa “purgada” paramos el
asunto de las luces, igual, ya teníamos lo necesario para decorar bien bonita
la casa. Lo que venía era buscar muñecos de plástico en los pesebres que hacían en las calles de los
barrios. Robamos ovejas como ningún lobo
lo hubiera hecho mejor. También conseguimos a los reyes magos y cualquier
muñeco que fuese de caucho, pues teníamos que quitarle lo que nos importaba: la
cabeza y los brazos, lo demás era fácil de hacer. Conseguimos los suficientes y comenzó la
carnicería. En las noches, ¡A quitar cabezas y brazos! Mientras que en el
día, ¡A ponerle estrellitas del cielo a la casa! Por lo menos la casa iba bien. En
efecto, una de las casas más pobres del barrio estalló en rimbombancia. Todo el
mundo que pasaba por el frente no dejaba de mirarla. Los turistas hasta
fotos se sacaban. Yo me pregunto si los
que ponían los ojos en las luces juzgaban la decoración o se
preguntaban cómo nosotros siendo tan
pobres teníamos para comprar tantas extensiones.
Las preguntas empezaron y a
todas nosotros respondíamos lo mismo. “Las compramos con la plata de la chatarra que vendimos. Además esa plata
se recuperará cuando empecemos a cobrar por la entrada al pesebre movible que
estamos haciendo”. Algunos se reían, otros
solo se quedaban pesando y otros nos decían “¿No serán ustedes los que están mencionando por la radio, los mismos que se han robado las extensiones de las casas de Ragonetsi? -Acaso nos han visto, en vez de joder tanto deberían dejarnos hacer
lo que nos gusta, hacer eso que a ustedes a nuestra edad jamás se les habría
ocurrido-”. Seguimos trasnochando, pero entonces,
trabajábamos en la construcción de la montaña y los matachos. La primera fue más fácil de hacer, en cambio,
hacer los muñecos nos llevaba mucho tiempo. Al cabo de unos días desesperados
cogimos dos palos y destruimos todo lo que habíamos hecho. En parte porque mi
madre no soportaba que le sacáramos la harina destinada para las arepas del desayuno y la utilizáramos para cocer el almidón. También acabamos con todo porque a Encho no lo dejaban salir como
antes por los rumores. En fin, el hecho es que volvimos mierda esa montaña.
Al año siguiente volvimos a empezar.
No concluimos nada porque Encho tenía que trabajar en construcción. Sin embargo,
el tercer intento ocurrió al tercer año. No podíamos dejar las cosas a medias y menos que la gente se burlara de nosotros. Se nos
ocurrió que era mejor hacer
funcionar todo por medio de
poleas, ejes y bielas. Como cuando uno pedalea una bicicleta. Mientras una palanca
sube la otra baja. Asimismo, como habíamos
estudiado en un colegio técnico, sabíamos
algo de soldadura, algo de estructuras básicas y Encho sabía bastante de bicicletas, tanto que
tenía una que se había hecho de madera.
Esta vez empezamos por el armazón. Es decir desde adentro de la montaña
y no sobre la montaña. Como ya trabajábamos invertíamos algo de nuestro dinero
en los materiales. Ya teníamos un equipo de soldadura y herramientas. En cierta
medida, eso hizo que la gente nos tomara un poco más enserio. Beto, el hermano mayor de Encho se nos unió a la causa, también
Yadira, la esposa de Beto y hasta don Heliberto, el papá de Encho vino a ayudar.
Después de haberlo intentado durante tres años, y habiendo pasado por caídas, por robos, sustos, y sobretodo por la necesidad, logramos hacer el pesebre movible. Tenía día y noche, música
de fondo, luces, leñadores, ovejas que movían
la cabeza y un río que se desbocaba
desde la cima de la montaña de más de metro setenta de altura. Había un pueblo
con casitas que dejaban ver entre las puertecillas y ventanas a gente dentro con luces en las mano o
señoras moliendo maíz. Era más grande
que el pesebre de don Héctor, ocupaba la
sala de la casa. Finalmente decoramos la casa y escribimos un letrero al frente
que decía: ¡Bienvenidos al pesebre movible! Mientras tanto yo seguía tarareando el coro de
la canción del poeta cubano.
Muy bien Edison. Le confieso a usted que no soy el más calificado para evaluarlo. Sus escritos son muy buenos, como los de un escritor profesional, ¿me entiende? Si hay errores o fallas de algún tipo, ya sean semánticas o sintácticas o de cualquier otro tipo, me temo que no estoy en la capacidad para detectarlas. Pero sí puedo elogiarlas, aunque tampoco soy bueno en eso; en fin, lo felicito. Excelente crónica.
ResponderBorrarmuy buena descripción de los espacios, y las situaciones, sin duda alguna como trata de expresarlo "El cura" tienes bastante destreza en la producción de este tipo de textos; este texto al igual que los otros, presenta coherencia y cohesión, puesto que los enunciados hacen referencia a un mismo tema y estos se relacionan entre sí a partir del léxico y la gramática. Una vez más, felicitaciones.
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